La necesidad de la evaluación de riesgos apenas requiere justificación: es técnica y legalmente el diagnóstico ineludible que sirve de base a toda la acción preventiva, no sólo para definir las actividades que hay que realizar sino también la organización que hace falta para llevarlas a cabo. Además, puesto que la acción preventiva ha de planificarse y eso implica establecer prioridades, la evaluación ha de comportar algún tipo de medida de los riesgos, que la fundamente. Y lo cierto es, llegados a este punto, que no es fácil encontrar en el panorama metodológico procedimientos de evaluación que combinen una razonable sencillez de aplicación con una pretensión de objetividad en la medida, es decir, de validez y fiabilidad. Abundan, eso sí, las listas de chequeo más o menos exhaustivas que, una vez aplicadas, generan relaciones de defectos sin la más mínima indicación sobre su importancia y, por tanto, sin ninguna posibilidad de jerarquizar las medidas preventivas que de ellas se deducen. O, en el otro extremo, presuntos métodos directos que, quizás confiando excesivamente en la experiencia o el “ojo clínico” del evaluador, le animan a asignar por las buenas un valor de probabilidad de materialización a cada riesgo, sin más instrumento que sus conocimientos y unas vagas indicaciones sobre el significado de cada valor.

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